La España de tebeo

Hubo un tiempo en el que España fue de tebeo. Caminábamos pomposamente por rutas imperiales a través de un paisaje devastado por la miseria y la represión, gesticulábamos desaforadamente para expresar el fervor patrio o la pulsión machista, nos movíamos entre la picaresca y la chapuza para burlar la escasez … Queríamos ser dignos, algunos, incluso, marciales, pero resultábamos ridículos. El franquismo nos obligó a adoptar esta caricatura de nosotros mismos. Por eso, sin duda, las viñetas recogieron, mejor que cualquier otro medio, los comportamientos, las ilusiones y las frustraciones de aquella época. Lo cual no nos impedía reír y hasta reímos de todo ello. En el tebeo retratábamos y exorcizábamos la penuria o aprendíamos a evadimos de ella. Con el humor negro de la catástrofe inminente o con el exotismo de la aventura justiciera. Y hubo un tiempo en el que España dejó de ser de tebeo para empezar a ser de cómic. Desde principios de los años setenta, antes de que el dictador muriera, surgieron las primeras revistas críticas, transgresoras, provocadoras … Un intento gráfico de derribar el muro que nos había mantenido cuarenta años encerrados. Y, de paso, la historieta se puso artística, exigente narrativamente y estéticamente brillante. Así rematamos el siglo XX algo más libres, quizá también más inteligentes. Hoy, revestida con la distinción de la novela gráfica, la secuencia de imágenes inscritas sigue contando y poniendo color en nuestras vidas, consolidando una tradición de narrativa visual que fraguó hace miles de años. Justo cuando empezamos a contarnos historias y, como consecuencia inevitable, a ser humanos.

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